Fernando Diez (01-2010)

Fernando Diez
México
Tecnológico de Monterrey
Testimonio de Chile

Han sido ciento veinte días exactos desde que aterrice en el aeropuerto de Santiago. Las maletas en la pista de aterrizaje, una carpa improvisada, y una inusual caminata por el exterior del masivo edificio fueron la extraña recepción que me dio este país. El terremoto, yo creía, había sido la calamidad más grande en mi viaje, ya que fue la causa directa de la demora de cinco días que mi vuelo tuvo, dejándome varado, a más de mil kilómetros de mi hogar, en el aeropuerto de la Ciudad de México. No obstante, unas horas después, iba a descubrir que el movimiento telúrico era sólo el aperitivo, ya que sería asaltado por un taxista que, a la postre, me despojaría de la mitad de mi equipaje. Exactamente cuatro meses después, estoy convencido que mi maravillosa experiencia en Chile no hubiera sido igual sin esas circunstancias negativas, que, aún cuando fueron (hasta cierto grado) un golpe psicológico fuerte, estas fueron básicas en el moldeamiento de mi intercambio entero, ayudándome a valorar las cuestiones que verdaderamente importan.

Existen ocasiones en las que uno llega a algún lugar nuevo y, después de la brillantísimo y espectacular primera impresión, cae en cuenta que "no toda lo que brilla es oro". Existen también otras ocasiones donde uno llega con prejuicios negativas de un lugar, para, en un futuro cercano, darse cuenta de su error y quedar encantado con lo que descubrió. Desde mi punto de vista, cualquiera de estas dos tipos de pensamiento son equivocados; opinó que lo mejor es no hacerse expectativas de un lugar, para así poder llegar, construir una historia propia, experimentar en persona misma, y, objetivamente, poder entonces evaluar al nuevo lugar, en base a las vivencias y experiencias recolectadas. Chile para mí ha sido un verdadero hito en mi vida, principalmente por el hecho de encontrarme tan cerca y tan lejos de mi cultura al mismo tiempo. El idioma, la religión, ciertos rasgos físicos y la calidez latina son características compartidas con el mexicano; sin embargo, aspectos más macro como la economía, el desarrollo social, el sentido del tiempo y del trabajo, la educación, la identidad propia, y la idealización de culturas exógenas (principalmente Estados Unidos y Europa) son aspectos en los que diferimos enormemente. No obstante, son precisa y exactamente estas distinciones las que justo pienso han complementado y enriquecido mi estancia en este país.

Iniciando con las similitudes, el habla de castellano es algo que nos acerca mucho a mexicanos y a chilenos. Poder entendernos de una manera sencilla y fluida, al menos en teoría, facilita el establecimiento de relaciones interpersonales, el traslado urbano, y el día a día en general. Sin embargo, me he dado cuenta que el español hablado en Chile es uno de los más difíciles de acostumbrarse, ya que la velocidad y la poca articulación de las palabras puede tornar complicada la comunicación. Acepto que más de una vez tuve que pedirle a un chileno que repitiera lo que dijo. Por otra parte, el intensivo uso de modismos es, aún cuando no exclusivamente chileno, una particularidad muy singular de este país. Escuchar palabras como "cachai", "poh" y "weón" se volvió una cuestión cotidiana, incluso llegando al punto en que ¡yo mismo las repetía! Me queda claro que cuando vuelva a escuchar esas expresiones inmediatamente pensaré en todas mis amistades y colegas chilenos.

Chile también es muy similar a México en materia de su fervor religioso. La espiritualidad de muchos locales, la recurrente presencia de iglesias y templos, e inclusive la donación de unos cuantos pesos al Hogar de Cristo al pagar en el supermercado reflejan esta característica compartida. El tiempo aquí me ha permitido también observar que la ascendencia latina que compartimos también nos hace tener numerosas igualdades: la tonalidad de la tez, la altura, el color de cabello, etcétera. Asimismo, también tenemos características conductuales y comportamenteles en común. La cercanía con la familia, la edad de los jóvenes antes de independizarse de su hogar, la lealtad con los amigos, la calidez con los visitantes y la alegre forma de ver la vida nos hace también tener un lazo de hermandad más estrecho a los mexicanos y a los chilenos.

Un tercio de año me ha permitido, pues, entender las variadas similitudes que comparten México y Chile. Empero, más importante aún, me ha dado la oportunidad de identificar aquellos aspectos, segundas impresiones las llamó yo, de las cuestiones que más nos diferencian. De inicio, me ha dejado anonadado ver como Chile realmente amó a su ex presidenta Michelle Bachelet. Básicamente dándole el papel de una figura maternal, el tener una estadística de más de tres cuartos de la población contenta con el período de la primer presidenta mujer en Latinoamérica es un dato contundente y representativo de la honestidad política y el desarrollo social del pueblo. El ejemplo de apertura comercial y de atracción de inversión extranjera de la política exterior que Chile maneja son un verdadero parámetro para mi país. La virtual cero analfabetización de los chilenos marca una pauta importante también en materia social, así como la solidaridad que muestran los locales con los demás, demostrado a través de todo el trabajo de reconstrucción y ayuda producto de la devastación ocasionada por el sismo en febrero.

Sin embargo, hay otros aspectos que observé en Chile que, francamente, no fueron de mi total agrado. Aún cuando sabe disfrutarla, el chileno vive una vida ajetreada, acelerada, marcada por el ritmo velocísimo de la tecnología, los negocios y la globalización. El chileno batalla para separar el trabajo con el resto, lo que ocasionalmente lo lleva a meterse tanto en las cuestiones de la oficina que olvida que hay mucho más allá afuera por disfrutar. La frenética manera de conducir, el paso apresurado de la gente por las calles, y hasta la mismísima manera de hablar rápidamente son claros ejemplos de esta situación. Otra cuestión más que aprecié es la falta de identidad chilena. Al no tener una historia rica ni un legado cultural vasto (como lo tiene México o Argentina), el chileno (en general) no se siente identificado con su país. No lo promueve, no lo presume, no alienta a los demás a conocerlo, a viajar, a aventurarse. Y en una nación con un costa eterna, unos paisajes naturales únicos, un relieve paradisíaco y una variedad infinita de actividades por desarrollar, me impresionó que los chilenos no hablen de su país con más orgullo y admiración (salvo en materia de futbol, donde ahí verdaderamente se esmeran). Ésto, pienso, es causa directa de que se idealice al norteamericano y al europeo, viéndolo casi como un ser superior, educado, rico, poderoso, y al que habrá que cumplirle todos sus deseos o caprichos porque simplemente lo que tiene es más y mejor. Opino que esto no debería ser así; que lo que ellos carecen, en Chile abunda: una familia unida, áreas verdes y paisajes espectaculares, calidez humana y la pasión latina. Exhortaría a los chilenos a no olvidar esto y a actuar en consecuencia.

Las segundas impresiones que me llevó de Chile no se podrían plasmar en un documento, mucho menos en tres cuartillas. Éstas se quedarán siempre en mi cabeza, como memorias, momentos, experiencias, y, más importante, amistades. Aún cuando no es la primera vez que vivo fuera de casa en un país foráneo, si siento que esta ocasión fue la vez en que mejores (y más variadas) experiencias me llevo. Chile es un país tan grande como la extensión de su costa, tan apasionado como el amor de sus hinchas por la selección de futbol, y tan valioso como la riqueza natural que posee. Confío, con todo mi ser, poder regresar, una vez más, en el futuro.

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