Gonzalo Martner, economista y director del Departamento de Gestión y Políticas Públicas de la Facultad de Administración y Economía de la Universidad de Santiago, plantea tres hipótesis para procurar interpretar las calificaciones bajas que han recibido las reformas educacional, laboral y tributaria.
Gonzalo Martner, economista y director del Departamento de Gestión y Políticas Públicas de la Facultad de Administración y Economía de la Universidad de Santiago, plantea tres hipótesis para procurar interpretar las calificaciones bajas que han recibido las reformas educacional, laboral y tributaria.
En una encuesta sobre valores sociales que realizamos a principios de año en la Universidad de Santiago se constató que existía una amplia proporción de respuestas afirmativas a la pregunta de si es necesaria una reforma tributaria (67% de la muestra se mostró a favor), una reforma educacional (86% a favor) y una reforma laboral (80% a favor). Sin embargo, simultáneamente un 43% le puso una nota muy baja (1 a 3 sobre 7) a la reforma tributaria aprobada. Un 45% hizo lo mismo con la reforma educacional en proceso y un 40% con la reforma laboral presentada por el gobierno.
¿Por qué esta paradoja? Por nuestra parte enunciaremos tres tipos de hipótesis para procurar interpretar lo que reflejan estos datos.
La primera apunta a que en la sociedad chilena se estaría manifestando una aspiración mayoritaria genérica a ser un país más igualitario, en la que opera un "principio de satisfacción" orientado a que los procesos distributivos se articulen de una manera en la que la gran empresa y los sectores de altos ingresos paguen más impuestos, los trabajadores puedan negociar en condiciones más equilibradas el reparto de los ingresos que genera el proceso económico, y al mismo tiempo sea posible un acceso más extendido tanto a los sistemas de seguridad social para enfrentar los grandes riesgos como a la educación y al emprendimiento para alcanzar una mayor movilidad social. Este tipo de preferencias son efectivamente registradas en la encuesta USACH y en diversas otras que han realizado preguntas semejantes. Pero cuando la aspiración genérica a una sociedad más satisfactoria es contrastada con procesos de cambio específicos que generan inevitablemente dosis de conflicto, la percepción tiende a cambiar en una parte importante de la sociedad. Esto parece ser especialmente el caso cuando los partidarios de mantener el statu quo y los que defienden intereses creados emiten mensajes de generación de temor que logran su objetivo. La voluntad de cambio -y su sustrato, el "principio de satisfacción"- se transforma en ambivalencia frente a incertidumbres difíciles de sobrellevar y procesar para muchas personas, lo que provoca a la postre la emergencia de impulsos de autoconservación propios del "principio de realidad". Esto también se evidencia en la mencionada encuesta y en otras cuando se registra una baja apreciación de las reformas que efectivamente se ponen en marcha, aun cuando se siguen deseando en abstracto.
La conclusión es aquí que debe reconocerse la ambivalencia y mantener la voluntad reformadora subrayando sus potenciales beneficios una vez que estén en funcionamiento los nuevos mecanismos.
Una segunda hipótesis, en un plano de interpretación más inmediato, es que aparentemente una proporción mayoritaria de la opinión pública considera que las reformas deben hacerse, pero castiga simultáneamente el modo específico en que se han desarrollado, es decir los procedimientos de elaboración en los ministerios respectivos, el tipo de diálogo previo con los interlocutores sociales, la tramitación y debate en el Congreso, así como el tipo de defensa que ha hecho de las reformas el gobierno en los medios de comunicación. La conclusión es aquí que debe mejorarse la gestión política y técnica.
Una tercera hipótesis alternativa es que la impopularidad creciente del gobierno desde el segundo semestre de 2014 terminó provocando un rechazo genérico a sus iniciativas controvertidas, en una especie de saturación de la opinión frente al gobierno –y desde hace bastante tiempo al sistema político en su conjunto, incluyendo al parlamento- que no le permite valorar ninguna de sus acciones específicas, aunque de modo abstracto las considere positivas. La conclusión es aquí que debe reconocerse el rechazo y emitir mensajes de autoridad y de referencia al mandato de origen y a los beneficios futuros en una lógica de "sangre, sudor y lágrimas".
Cualquiera sea la interpretación que se privilegie, el hecho es que el gobierno de Michelle Bachelet no ha logrado suscitar una adhesión mayoritaria a la reforma tributaria (que convengamos difícilmente puede terminar siendo popular ni en éste ni en ningún país del mundo, especialmente cuando su expresión tangible e inmediata fue el aumento del valor de las bebidas, los alcoholes y el tabaco), a la reforma de la escuela –de la reforma universitaria todavía no se sabe mucho- y a la reforma de la negociación colectiva.
Y parece ser que en definitiva el gobierno está optando por replegar la voluntad reformadora, incluyendo ahora aquella referida a la elaboración de una nueva constitución. Se da a entender, con ese estilo tan curioso que cultiva el equívoco por parte de diversas autoridades gubernamentales, que se quiere postergar para el próximo período de gobierno este tema. Parece ser que ante las dificultades –que recordemos provienen principalmente de la crisis de confianza y legitimidad del sistema político por las revelaciones de sistemático financiamiento ilegal de campañas por grandes grupos económicos, revelando su influencia indebida- las reformas se considerarían ahora "irrealistas", cuando no vinculadas al mismísimo pecado, es decir serían "refundacionales". ¡Como si correr las fronteras de lo posible no fuera la tarea esencial y permanente de la izquierda y también de los partidarios de transformaciones de diverso horizonte que componen la actual coalición de gobierno! Ya lo decía un tal Miguel de Cervantes: "la peor locura es ver la vida tal como es y no como debiera ser".
Pero, además, no hay nada que sea políticamente más ineficiente y provoque más caídas de adhesión –lo que es válido para todas las organizaciones en general- que la pérdida de credibilidad de los líderes cuando no asumen sus propios compromisos o no explican con claridad, apelando a la inteligencia de los interlocutores, en este caso los ciudadanos, qué circunstancias sobrevinientes impedirían hacerlo. Y por favor, que no se aluda la situación económica que, siendo difícil y desafiante, está lejos de ser catastrófica como la quieren pintar los que nunca han estado de acuerdo con las reformas, ya sea que estén fuera o dentro de la actual coalición de gobierno. Ni menos como para impedir reformas sociales e institucionales razonables y democráticamente puestas en práctica. Si de pretextos se trata, más vale buscar uno mejor, pues pintar de negro la economía más allá de lo razonable no es francamente el mejor método que tienen las autoridades gubernamentales para contribuir a reactivar el consumo y la inversión.
Esperemos que nada de esto se confirme y sea sólo un mal momento invernal. Si se consagra un giro conservador, sería una triste constatación, pues gobernar no es seguir los estados de ánimo que registran las encuestas. Gobernar es hacer avanzar el país hacia nuevas etapas, de acuerdo a ciertos valores y convicciones para los que se ha buscado, y en este caso obtenido con claridad, un determinado mandato ciudadano para un período de gobierno y mediante los procedimientos de la democracia. En este caso, el mandato de realizar reformas económico-sociales contra la desigualdad y la elaboración de una nueva constitución que emane de la voluntad de los ciudadanos y no de las armas. De esas armas que en su momento impusieron –el avance del juicio a los militares que quemaron vivos a dos jóvenes indefensos está ahí para recordarnos de qué estamos hablando- el prolongado veto y predominio ilegítimo de los intereses de una minoría oligárquica poderosa. Si una parte de la coalición de gobierno nunca estuvo de acuerdo con el programa comprometido, parece que sí estuvo dispuesta a ocupar altos cargos en el Estado, y de paso impedir, en la medida de lo posible, que se concretasen los objetivos gubernamentales iniciales.
Los que toman decisiones tendrán que considerar que lo que está en juego no es poco: ni más ni menos que mantener o remover anacronismos sociales e institucionales que nos impiden aspirar a ser un país moderno y democrático.